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Los falsos maestros de la felicidad

Publicado: 2014-02-26

Es un lugar común decir que los libros de autoayuda son malos porque entregan sus mensajes “masticados” y listos para digerir al lector. No hay ninguna exigencia, las frases están escritas de manera simple, directa, subrayables. La verdad es que no veo la necesidad de que los libros de autoayuda sean complejos. ¿Por qué tendrían que serlo? Salvo al desatinado y arrogante de Paulo Coelho, quien suele enfrentarse con James Joyce y William Faulkner y acusarlos de haber “corrompido” a los lectores con sus complejidades, dudo mucho que un autor de autoayuda desee compararse con ningún autor, y menos aún con una celebridad literaria muerta. Su público es otro, su razón de escribir es otra, sus editoriales son distintas. Y, claro, sus ventas también son otras, aunque eso no es lo importante en este post.

Confieso que admiro mucho a los autores de autoayuda y su deseo de influir positivamente en la vida de las personas, a través de la lectura. No son los libros que compro ni leo, pero sí los mensajes que busco. Y lo más interesante es reconocer que esos mensajes de “autoayuda” (me permitirán las comillas, que no significan en este caso ironía ni burla) pueden estar dentro de obras de mayor calado literario.

Hace unos años me encontré en un libro sobre la Enciclopedia Francesa y los enciclopedistas (nadie puede considerar un libro así como autoayuda, supongo) con una anécdota sobre Diderot y un ciego. Había entrevistado a un ciego de nacimiento y la última pregunta fue si le pediría a Dios, en caso pudiese hablar con este, que le diera el don de la vista. El ciego, quien reconocía los objetos palpándolos y con los brazos extendidos, le dijo que no, de ninguna manera. Si pudiera hablar con Dios, aclaró con determinación, le pediría “brazos más largos”.

Las consecuencias del bello mensaje de la respuesta del ciego de Diderot perduran hasta ahora en mí. Introduje el pasaje en mi novela Un lugar llamado Oreja de perro y empecé a aplicarlo a mi vida. Hay cosas que no nos pertenecen, cosas que creemos que son nuestras pero en realidad no lo son. Una pareja, un hijo, un inmueble, la familia, una joya, un premio, el éxito o el fracaso, el dinero, una bicicleta, un aparato electrónico. Cuando perdemos aquello que consideramos como nuestro, pensamos erróneamente que nos están arrebatando algo, sin deternenos a pensar que en realidad nunca nos perteneció. Si decidimos pedirle algo a Dios, o a cualquier ser superior en el que uno crea, no deberíamos pedirle que nos dé lo que no podrá ser nuestro, sino que nos ayude a comprender y disfrutar lo que sí nos pertenece.

Algo parecido me sucedió leyendo la biografía de Charles Schulz, el creador de Peanuts. Su biógrafo David Michaelis comentó que la filosofía de Schulz, cuando era un joven sin éxito que quería encajar algunas de sus caricaturas de soldados o de niños, era enviar sus trabajos a muchas partes, desde las revistas más célebres hasta las provincianas y pequeñas. Por consiguiente, cuando recibía una nota de rechazo, sabía que había diez o más oportunidades más por ahí de que le acepten otra. Nunca se desanimaba. Y si esas diez eran rechazadas, para entonces ya había enviado nuevas caricaturas, nuevas oportunidades. Me pareció un hermoso consejo de vida. La acción antes que el deseo, el sueño o la planificación. La vida no es un camino de una sola vía, sino un camino lleno de oportunidades, un tablero donde los jugadores no están obligados a apostar a un color o a un número concreto, sino que pueden hacerlo a todos, absolutamente a todos, todo el tiempo.

El lema más repetido de John Lennon, el que se escribe en paredes y memes de Facebook, es la estrofa final de una tierna canción dedicada a su hijo Sean (una canción de cuna y, al mismo tiempo, una despedida). Es un consejo que un padre le da a su niño antes de dormir, y también una de las frases más ciertas –y expresada con brillante estilo y perfecta concisión- que pueda decirse sobre qué significa vivir, ser feliz, o por el contrario tener miedo a la vida, y no permitirse el simplemente fluir: “La vida es aquello que sucede mientras haces planes”.

La gran literatura, como cualquier arte, está llena de mensajes positivos, de una alta vibración espiritual y de ejemplos de vida, tanto como cualquier libro de autoayuda. Entonces ¿por qué despreciamos a estos?

Probablemente porque sus autores pretenden imponerse como maestros o gurús de la felicidad. Algunos son complejos, como Jodorowski, otros más bien triviales como Paulo Coelho, y también hay espirituales como Osho, pero cada uno de ellos, de alguna manera, insiste en considerarse un maestro que nos conducirá a la felicidad. Eso es mentira, cuando no una estafa.

Krishnamurti –el gurú que nunca aceptó serlo- dijo algo muy cierto: hay que estar muy extraviado en la vida para buscar un gurú, y aún mucho más perdido para aceptar convertirse en uno.

No debemos confundir felicidad con bienestar. El bienestar se puede adquirir. La felicidad no se puede enseñar, ni hacer nacer ni provocar. No es algo que se conseguirá pensando positivamente y menos aun invocando al Universo para que active su Ley de la Atracción. No hay posibilidad de ser feliz aferrándose a la vida con voracidad. No se puede conseguir la felicidad sin el desapego. Y el desapego, el verdadero desapego, salvo que seas un Iluminado, solo se consigue con el tránsito a la muerte, como nos lo enseñó esa obra maestra de León Tolstoi llamada La muerte de Iván Ilich.

Los falsos maestros de la felicidad, entonces, son doblemente falsos. Son falsos porque la felicidad no se puede enseñar con frases ingeniosas o historias alegóricas o mágicas, y falsos porque resulta absurdo considerarse a sí mismo maestro. No necesito de un profesor de Yoga certificado, ni de un coach espiritual ni de un guía de meditación. Si observo el comportamiento de los animales, si miro atentamente a un barrendero que aparece frente a mi casa todos los días a las seis de la mañana a hacer su trabajo sin mayores pretensiones, podré aprender todo lo que necesito saber.

No existe ningún arte en ser maestro, el verdadero arte consiste en ser discípulo.


Escrito por

Iván Thays

Escritor peruano. Autor de las novelas "El viaje interior, "La disciplina de la vanidad" y "Un lugar llamado Oreja de perro".


Publicado en

Moleskine Literario

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