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Cuando un autor rechaza un premio y cuando lo acepta

Publicado: 2012-10-31

Thomas Bernhard, en la novela El sobrino de Wittgenstein, escribió: “Aceptar un premio no quiere decir otra cosa que dejarse defecar en la cabeza, porque le pagan a uno por ello. (...) Y están en su perfecto derecho de defecar en la cabeza de uno, que es tan abyecto y tan bajo para aceptar su premio. Sólo en la mayor necesidad y cuando están amenazadas la vida y la existencia, y sólo hasta los cuarenta años, se tiene derecho a aceptar un premio que lleva consigo una suma de dinero o, en general, un premio o una distinción. Yo acepté mis premios sin estar en la mayor necesidad ni tener la vida y la existencia amenazadas, y con ello me hice abyecto y despreciable y, en el sentido más exacto de la palabra, repulsivo”.

Hace una semana, Javier Marías cambió una palabra en los titulares de la sección Cultura de todos los medios y armó una revolución: "Marías gana el Premio Nacional de Narrativa" por "Marías rechaza el Premio Nacional de Narrativa". Sin duda, de haberlo aceptado jamás hubiera alcanzado tantos comentarios en Facebook y Twitter, ni tanto espacio en la prensa de todos los países de habla hispana -por decir lo menos- e incluso una conferencia de prensa muy concurrida. Ahí Javier Marías declaró que rechazaba el premio (otorgado a su novela Los enamoramientos) no por cuestiones políticas sino por coherencia consigo mismo. Dijo también que, después de despotricar contra los premios nacionales (unos meses antes, en un diario argentino, había dicho que nunca aceptaría un premio estatal), hubiera sido "indecente" de su parte aceptar este y agregó que no quería que nadie lo acusase de hacer una carrera "gracias a los favores y las ayudas estatales".

Javier Marías se alzó así como una figura ética en un momento donde premios y premiados literarios están pasando por turbulencias. El affaire Bryce Echenique y el premio FIL Guadalajara ha terminado dejando, tanto a los que están a favor como a los que se oponen, con un mal sabor en la boca y a ninguno contento. Por otra parte, el Premio Nobel a Mo Yan ha sido celebrado por China como el primer premio literario para su país (borrando del mapa al chino exiliado en Francia Gao Xinjiang, quien lo obtuvo en el 2000) y criticado por los opositores y perseguidos del gobierno chino, para quienes Mo Yan es un peón del régimen y la Academia sueca, al premiarlo, ha dado pruebas de una gran insensibilidad.

En medio de los aplausos a Marías, sin embargo, leí una pequeña pero contundente entrada en el blog "Fuera de juego" del narrador José Manuel Fajardo, donde dice: "(...) resulta admirable que un autor renuncie a una distinción acompañada de veinte mil euros. Hace falta mucho amor propio para semejante decisión. Sin embargo, al primer chispazo de asombro le siguen las sombras pues si el motivo es no ser señalado como favorecido por el poder político, ¿es menos penoso ser señalado como favorecido por el poder económico? ¿Tal vez sólo se debieran aceptar premios de ONG? Y si se rechaza un premio institucional por tener algo de sospechoso, ¿no se pone bajo sospecha a quienes lo recibieron y aceptaron?"

"¿Es menos penoso ser señalado como favorecido por el poder económico?" Qué duda cabe que ahí hay una lanza bien dirigida. Quien se opone a recibir premios, o a permitir que le caguen sobre la cabeza como diría Bernhard, para evitar la acusación de ser favorecidos, debería asimismo prohibirse cualquier dádiva: premios nacionales o editoriales, becas, residencias. La soñada coherencia radicaría en no aceptar nada y vivir solo de la literatura, de las ventas, o mejor aún no vivir de la literatura, escribir sin esperar a cambio nada, abandonar el deseo de tener una familia o adquirir un oficio alimentario para mantenerla. Ser un sobreviviente.

¿Cuál es el extremo? ¿Hasta dónde debe uno llegar para no ser considerado sospechoso y quedar libre de cualquier suspicacia? Muy lejos, sin duda, tan lejos que no conozco ningún escritor que si quiera se acerque a ese supuesto ideal. Bernhard ganó un premio y utilizó la atención mediática para insultar a Austria, aunque no por eso dejó de sentirse repulsivo al confesar que solo recibía premios por el dinero (con el que se compraba casas, autos o se pagaba internamientos en clínicas). Nicanor Parra suele aceptar premios, pero no está interesado en asistir a recibirlos y menos aún en dejar de inquietar a las buenas conciencias desde su búnker. Thomas Pynchon no se deja fotografiar, Salinger dejó de escribir, Juan Carlos Onetti decidió vivir en pijamas sus últimos años de vida. Son opciones, pero hay otras. Vargas Llosa recibe todos los premios que le ofrecen, Tom Wolfe cobra 7,000 dólares por página, Cormac McCarthy se deja entrevistar por Ophra, García Márquez no se opuso a que el nombre de su pueblo se cambie por Macondo (al final se quedó como Aracataca por referéndum), a Rushdie le gusta salir con modelos, Coetzee aceptó ponerse frac para recibir el Nobel.

Tal parece que, así como no hay muerto malo, no hay premiado bueno. Más allá de aceptar premios nacionales o editoriales, de pertenecer a un grupo hegemónico o excluido, y por encima de cualquier instrumento que pueda ser considerado un favor literario por los suspicaces de siempre, la única lealtad válida es la del autor con su propia conciencia. Lo demás es solo bulla, blablablá, batallas que se libran a diario en el terreno de la literatura y la especulación, pañuelazos sin importancia ante la gran verdad del escritor frente a sí mismo y la libertad y responsabilidad insoslayable de la hoja en blanco. Y ahí, en esa relación de dos, no hay premio ni silbatina, éxito o fracaso, que valga si no se tiene nada que decir.


Escrito por

Iván Thays

Escritor peruano. Autor de las novelas "El viaje interior, "La disciplina de la vanidad" y "Un lugar llamado Oreja de perro".


Publicado en

Moleskine Literario

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