#ElPerúQueQueremos

Adiós, Remington

Publicado: 2010-11-13

Máquina de escribir

Mi primer libro de cuentos lo escribí en una Remington ultra ligera (el modelo Air de las máquinas de escribir) y en resmas de papel color melón que compré en el centro de Lima. Nunca publiqué ese libro, del cual solo recuerdo dos cuentos, uno llamado “El inicio” y otro de nombre confuso, epígrafe de Yves Navarre y que tenía que ver con fotografías y con un personaje llamado Dalnest.

No era fácil darle a esas teclas siempre con la misma fuerza, para que no quedaran letras más claras que otras. Y no era sencillo tampoco que la última línea saliese pegada al fin de la hoja. Las palabras equivocadas o las frases las borraba escribiéndoles xxxx encima. Mi padre luego compró una máquina eléctrica y algunas cosas mejoraron, pero no cambió mucho. Ahí hice mis trabajos de universidad y escribí algunos cuentos como “No necesariamente rubia”, que apareció en Las fotografías de Frances Farmer.

Edwin Chávez en su blog “Sala de espera” de La Mula escribe sobre la nostalgia de las máquinas de escribir. Dice:

Hubo una época anterior a las laptops e impresoras y procesadores de texto. Una época en que había que escribir con buen pulso y disfrutar del recio y rimbombante push de las teclas qwerty, en que las marcas famosas no simbolizaban manzanas ni ventanas sino apellidos como Remington, Olympia y Olivetti.

Era la época de los rodillos y timbres y palancas y armazones. La época en que los escritores del siglo XX se sentaban al escritorio con un vaso de whisky y escribían y se equivocaban y volvían a escribir y se volvían a equivocar. Era la época en que escoger una máquina de escribir era un acontecimiento único y memorable. Sabías que podía acompañarte por 20 ó 30 ó 40 años. Escoger una máquina de escribir podía ser mucho más especial incluso que pedirle matrimonio a una mujer. Era una apuesta segura: no habría traición, permanecería a tu lado en las buenas y en las malas, moriría (si moría) luchando en la batalla contra la página en blanco.

Ya no quedan muchos escritores de la vieja guardia. De aquellos que persisten en el casi extinto ritual de colocar un papel y mover un rodillo. Son pocos. Ya no son legión. Hay un Nobel: Gunter Grass. Hay un norteamericano: Cormac McCarthy. Hay un español: Javier Marías. Ningún peruano. Vargas Llosa y Bryce Echenique hace tiempo que cambiaron sus viejas y clásicas  Times-Corona por sus nuevas y modernas Apple.

¿A dónde se han ido sus máquinas de escribir entonces? ¿A dónde se han ido todas las máquinas de escribir? A los museos y las salas de exposición, al olor a papel viejo y desinfectante, a los espacios donde viven los souvenirs de un tiempo lejano y simbólico. Algunas se van a subastas y luego a las manos de algún coleccionista. Algunas están olvidadas en algún puesto de cachinas o en el almacén de una vieja casa de mitad del siglo XX.

Pero hay una verdad: los escritores de la vieja guardia – los leales y los tránsfugas- no soportan la muerte de un viejo amor. Hay dolor en el deceso de una máquina de escribir. Hay dolor en saber que pertenece al mundo de los objetos perdidos. 


Escrito por

Iván Thays

Escritor peruano. Autor de las novelas "El viaje interior, "La disciplina de la vanidad" y "Un lugar llamado Oreja de perro".


Publicado en

Moleskine Literario

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