El divino fracaso
fracaso
El tema del fracaso en la literatura siempre me interesó. Mi postura al respecto se afianzó con ese bello y raro libro, El Divino Fracaso, de Rafael Cansino Assens. Y por supuesto, por la lectura de diarios, novelas y cuentos de Julio Ramón Ribeyro. Yo mismo escribí un libro de cuentos, inserto dentro de una novela, sobre el tema del fracaso literario (La Disciplina de la vanidad), llamado Los alces premeditados, aunque ahora se me antoja publicarlo separado de la novela y titularlo Un sueño fugaz para que se subraye la idea del fracaso.
Enrique Vila Matas escribe hoy en “Babelia” un estupendo artículo sobre el fracaso a partir de las actas de un congreso literario en Suiza, publicadas recientemente, con ponencias de Vidal-Foch y Sergio Chejfec. Me hubiera gusta que me inviten a ese Congreso. Quizá me rompía la otra pierna y fracasaba mejor.
El año pasado se publicó el libro Poéticas del fracaso, que contenía las ponencias del Congreso y así pude por fin enterarme de lo que acerca de ese tema dijeron allí escritores admirados, Vidal-Folch y Chejfec entre otros. “Un tema, cuya brutal y siempre humillante esencia, con espacio propio en la literatura de todos los tiempos, se neutraliza estéticamente en dicho arte”, escribe Yvette Sánchez en el prólogo del libro. Como sea que últimamente el tema me atrae con fuerza, la semana pasada rescaté Poéticas del fracaso y acabé releyéndome el libro de cabo a rabo, al tiempo que me adentraba, en fascinante lectura paralela, en el número 4 de la revista mexicana Número 0, con su monográfico en clave literaria sobre la Fama, es decir, sobre el éxito, el aguerrido envés de la derrota.
En Poéticas del fracaso hay textos de Dorian Occhiuzzi, Ignacio Vidal-Folch (cuatro agudas piezas breves), Ottmar Ette, Ana Merino (una bella aproximación a cómo abordaron los dramas infantiles Buñuel, Julio Ramón Ribeyro y el pintor Berni; especialmente interesante el caso de Ribeyro, que buscó la esencia del ser humano desde la misma marginalidad frágil creando una poética dolorosa, portadora de una inevitable derrota), David Freudenthal, Roland Spiller (que habla del “fracaso con éxito” de Roberto Bolaño).
¿Se “neutraliza estéticamente” el fracaso en la literatura? Desde luego sobra gente que haya querido situarse en la vaga estela de los artistas románticos para que su previsible desengaño en la vida les resultara más suave. En el prólogo a Poéticas del fracaso Yvette Sánchez cita a Beckett, pero no al que dijera ciertas palabras memorables (“Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”), sino al que declaró que los artistas se hallan en una posición privilegiada para fracasar donde los demás no se atreverían a hacerlo y lograr así crear obras de arte “auténticas”, que carecerían de sentido, si no contuvieran el fracaso en su propia esencia.
Sin embargo, todo indica que esa posición de la que hablaba Beckett ha dejado de ser tan privilegiada. Porque hasta no hace mucho las grandes derrotas literarias tenían prestigio, pero últimamente, en pleno apogeo del culto al éxito, el fracaso ha pasado a ser simplemente un puro y duro fracaso; es más, para cualquier escritor actual es una amenaza permanente, incluso ya desde su primer libro. Antes, al menos, al fracaso le dejaban ser, por ejemplo, una paranoia recurrente. Me acuerdo de Italo Calvino, que cada vez que sacaba un libro temía que los reseñistas lo fumigaran y escrutaba el horizonte con miedo de ver aparecer el escuadrón de salvajes que aullaría en su contra y pediría que le arrancaran el cuero cabelludo. Y también me acuerdo de escritores sin otras conexiones con el fracaso que la de vivir feliz y permanentemente en él. Onetti, por ejemplo, con su galería de personajes inmersos en el universo quieto de la derrota. Y el pobre Felisberto Hernández, gran fracasado que hacía que fracasaran hasta sus mejores cuentos, historias como Nadie encendía las lámparas, donde hundía las expectativas del lector escamoteándole el final, permitiendo que el abrupto desenlace quedara ahí flotando, en suspenso.
No hace nada descubrí, gracias al comentario de un amigo, que mi imposibilidad de encarnar la literatura me ha condenado a un exilio perpetuo. Me gustó mucho en un primer momento su frase, quizás porque juzgué elegante que me sucediera algo así. Pero pronto la condena a perpetuidad me fue dejando en un penoso estado de ánimo, del que sólo me recuperé cuando vi que mi desgracia era compartible. ¿O no ha dejado de ser el fracaso un tema narrativo para ser sinónimo de la literatura en general?
En su ponencia de Saint-Gallen dedicó Chejfec unas interesantes líneas a ‘Escritor fracasado’, de Roberto Arlt, cuento incluido en El jorobadito, seguramente un relato esencial (junto con El divino fracaso de Rafael Cansinos Assens) de toda poética de la derrota literaria. Narra la historia de alguien que advierte muy temprano, poco después de los 20 años y tras su primer libro, obviamente prometedor, que carece de talento. Desde entonces, el resto de su carrera se lo pasa conspirando contra las señales que ponen de manifiesto esa condición. Escritor fracasado puede ser leído como un manual de tácticas literarias para la supervivencia en el medio gremial. Y, según como se lea, ofrece pistas, además, para comprender mejor por qué el medio literario español tiene una plantilla tan completa de fumigadores.
“¿Para qué afanarse en estériles luchas, si al final del camino se encuentra como todo premio un sepulcro profundo y una nada infinita?”, escribe Arlt. Muchos años después, en la misma Argentina, César Aira cerraba así un diálogo con Graciela Speranza: “Tal vez se trate de una resignación: resignarse a ser escritor y seguir escribiendo”.
Veo horrible escribir para total acabar logrando, con suerte, algún feliz hallazgo literario, siempre negado por los demás, que para compensar su mezquindad esperarán al funeral para darte un estúpido aplauso cerrado. En cuanto a la vida literaria, ésta en esencia es enredo de tedios, rencores, lucha de vanidades y trasvase de venganzas. Entrar en esa vida equivale a caer en el derrotero mismo de la derrota. En cualquier caso, el auténtico verdadero gran fracaso del escritor, aquel que alcanza a tantos, llega siempre con puntualidad, generalmente muy temprana. Es un fiasco doloroso, íntimo. Llega cuando no podemos reproducir con fidelidad lo que acabamos de pensar y querríamos haber escrito. Llega cuando comprendemos que no hemos podido ser fieles a la ambiciosa idea que nos habíamos propuesto al comenzar un libro o un artículo. Son fracasos que a veces, por prudencia (surgen los enemigos como hongos), se silencian. Querríamos que nuestros libros y artículos contuvieran la verdad de nosotros, o por lo menos la parte de esta que puede ser transmitida mediante el lenguaje. Pero escribir sabe a traición. Ese fracaso lo conocen todos los escritores serios. Como conocen también otro, de matiz no menos trágico, una clase de desastre que podríamos habernos ahorrado de no ser porque existe la literatura. Llega cuando comenzamos a envidiar a los personajes de las grandes novelas, tan correctos ellos, tan sólidos, tan bien explicados, aunque no sean más corpóreos que el vuelo de un alma. En cambio nosotros, aun estando inscritos en los registros de nuestra parroquia, cuanto más nos ilusionamos con la idea de estar vivos, más vemos que tendemos a borrarnos. Este drama nos sitúa precisamente en la curva principal del derrotero de los fracasos sin fin. O con fin. De hecho, el fin es otro fracaso.