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Acaricien los detalles

Publicado: 2010-10-17

Valdímir Nabokov

“Acaricien los detalles” Esa fue la primera y las más duradera lección literaria que he recibido de Vladímir Nabokov desde hace unas décadas, cuando conseguí los tomos de sus lecciones de literatura rusa, europea y el dedicado a El Quijote. Cada novela analizada es un verdadero deleite de intuición, inteligencia, creatividad e incluso bromas. Las lecciones fueron publicadas por los alumnos basándose en las notas de clases de Nabokov. Hay que añadir que Nabokov preparaba sus clases en fichas, como sus novelas, así que no hay mucho paso a la intuición. Lo que leemos son lo que Nabokov quiso que supiéramos sobre cómo ser un buen lector (y escritor)

La reedición de estas lecciones a cargo de RBA es un verdadero acontecimiento para todo aquel que quiera aprender a leer y escribir. Guillermo Saccomanno, aunque las considera “sobrevaloradas” (yo no las considero así, por cierto, aunque anticipo que no pertenecen a ninguna de esas escuelas de crítica literaria que desmelenan a la crítica argentina), las reseña en Radar Libros de Página12.

Dice la reseña:

Aunque celebra el flaubertiano bloqueo del yo narrador y, según recalca, lo que interesa no es la vida de un autor sino su obra, autárquica, inmanente, y en particular el estilo que la cincela, Nabokov comienza sus clases con una semblanza biográfica y luego con sus opiniones prejuiciosas sobre las defecciones, mezquindades y otras fallas existenciales de los autores “estudiados”. La detección de sus defectos “morales” no es gratuita. Porque los proyectará en la interpretación del relato y explicará de este modo mecánico formas y contenidos. Al internarse en una novela, como un detective aficionado (quizás un crítico no sea otra cosa) se concentra en donde puede haber un error de temporalidad, un leve desliz de trama, un furcio en una descripción. La inclusión de la biografía de cada autor en la apertura de cada clase tiene no obstante un objetivo: no implica una situación histórica, colectiva e individual, como la detección de pathos personales que puedan encontrarse proyectados luego en la obra analizada y explicarla. No se espere de sus análisis la búsqueda totalizadora de un Georg Lukács. Tampoco el lúcido rigor investigativo y teórico de George Steiner (“Tolstoi o Dostoievski”). A Nabokov no le importa la trama como forma, como si en ésta, en un malabar lúdico, se agotara su función en vez de proponerse una experiencia liberadora (en principio para quien la escribe, luego para quien la lee). En este sentido, Nabokov es un profesor presuntuoso y convencional con raptos de intuición a veces benévola, a veces sarcástica. Biografía escueta del autor, desarrollo de la trama de la obra analizada, lectura de fragmentos, una valoración que no titubea en armar ranking de preferencias y no hay más: como si la literatura fuera un derby. Sería necio negarles a sus opiniones caprichosas esa ironía de la que se precia y que, en ocasiones, deviene chicotazo humorístico que ilumina una obra con más sagacidad que una interdisciplinaria operación deconstructiva. Tampoco se puede negar: su pasión por la literatura es indiscutible y aun cuando no se comparta su dogmatismo esteticista, en más de una página induce con ingenio a una lectura antisolemne. Y son estas ocasiones donde baja la literatura a tierra y sus clases pueden transformarse en una lectura ilustrativa y amable en tono coloquial.

(…)

Sus lecciones de literatura, obsesivas, aunque sobrevaloradas, pueden resultar atractivas y útiles para un público tallerista. En ellas, aunque uno disienta con su concepción de la literatura, se advierte todo el tiempo la atención de un lector que se toma en serio la concentración que un texto exige. A favor: Nabokov plantea que la mejor estrategia de un escritor es convertirse en un lector alerta a los detalles. “Los detalles”, clamaba en sus clases. “Los divinos detalles.”

Sin embargo todo el snobismo, la inclinación aristocratizante y sus pretensiones ceden cuando arriba a Chéjov. Con Chéjov su arsenal de ocurrencias mordaces no puede. Chéjov, en su aparente sencillez, se le impone. Sin moraleja, sin mensajismo, sin hacer ruido, contando por lo bajo, Chéjov registra lo patético de la minucia cotidiana. Ya no se trata de si escribe Dios (como decía en la clase anterior, sobre Tolstoi, anticipándose a Harold Bloom). Se trata más bien de una literatura como oficio de humildad y comprensión. Por supuesto, acá también la biografía del doctor Antón Pavlovich Chéjov proporciona pistas sobre su producción literaria y teatral. Pero hay un aura: esa humildad chejoviana, humildad en la vida y en la creación, que le inhibe acá al profesor Nabokov esa superioridad de sabelotodo. Así Nabokov deberá admitir: “Chéjov fue el primer lector en apoyarse tanto en las corrientes subterráneas de la sugerencia para comunicar un contenido concreto”.

Su difusión de la literatura rusa era pasional y, en un sentido, se le agradece. Pero, como docente, sus prejuicios y dogmatismos lo encorsetan a menudo y lo privan del vuelo comparativo que una enseñanza de la literatura requiere. Durante bastante tiempo se lo consideró un importante difusor de la literatura rusa, pero en esto hubo –hay aún– bastante de mito. Como difusor, sin duda, fue superado, a su pesar, por Edmund Wilson, cuyos ensayos son imprescindibles a la hora de comprender no sólo la literatura norteamericana sino también la rusa. Sus artículos y ensayos sobre la literatura rusa van desde Pushkin hasta Solyenitzin. Marxista convencido en tiempos de la revolución y todavía más tarde, desencantado con el estalinismo, a pesar de su decepción con la URSS, Wilson (que fuera editor del New Yorker y compilador de El último magnate, la novela inconclusa de Scott Fitzgerald) no dejó nunca de preocuparse por una comprensión de la literatura que no dejara afuera la importancia de lo social. En su voluminosa correspondencia vale la pena detenerse en los cruces sutiles y no tanto que sostuvo con el aristócrata ruso nacionalizado norteamericano: “Apreciado Volodya”, encabeza siempre sus cartas. Wilson, estudioso del ruso, se permite discutirle a Nabokov la traducción de su Eugenio Oneguin, las alteraciones de significados en el traspaso de una lengua a otra. Wilson, introduciéndose en los vericuetos de la lengua eslava, le despedaza también su libro sobre Gogol: “Los principales defectos del libro de Gogol se deben a que él es un escritor de ficción y a que Gogol, que fue un hombre real, no se deja reducir tan fácilmente a la trabajada técnica de iluminaciones repentinas y fugaces miradas yuxtapuestas como si fuera un personaje creado por Nabokov”. En sus cartas Wilson le hace llegar a menudo un juicio crítico que, sin duda, hiere la vanidad acorazada de Nabokov. Cuando Wilson lo halaga: compara su inglés con el de Conrad. Y acá cabe preguntarse hasta dónde el halago no es una chicana, hasta dónde no le está cuestionando el reniegue del origen, la identidad, problemáticas que, obviamente, a Nabokov lo tienen sin cuidado. A Nabokov no le importa en absoluto “el alma rusa”. No cree en las circunstancias sociales que pueden generar el surgimiento de determinados artistas, ciertas voces. La geografía tampoco cuenta: y en este nivel un personaje de Flaubert no se diferencia de uno de Tolstoi. Siguiendo este criterio, esa literatura portentosa, la rusa, pudo haber sido escrita en cualquier otra parte. Lo que cuenta, según el profesor Nabokov, es el desarrollo ingenioso de los acontecimientos literarios, las pasiones de los personajes, pathos que pareciera ser no otra cosa que “universales categóricos” contra aquello que profesaba Tolstoi: “Describe tu aldea y serás universal”. El Tolstoi que, renegando del arte por el arte, del bello estilo, se impuso, es cierto; la literatura como una pedagogía. Antítesis, por cierto, de la razón nabokoviana: fruición personal, goce de cazador de mariposas.


Escrito por

Iván Thays

Escritor peruano. Autor de las novelas "El viaje interior, "La disciplina de la vanidad" y "Un lugar llamado Oreja de perro".


Publicado en

Moleskine Literario

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